Hoy había sido un
día bonito. Le habíamos celebrado el cumpleaños a una amiga en el Vegan Búnker
y, como si lo hubiesen sospechado, los gatitos del lugar me regalonearon más que de costumbre. El Alí se pegó una siesta encima de mi mochila mientras
conversábamos con mis amigas, y mientras lo miraba y le hacía cariño, no podía
evitar que me produjera una ternura especial al recordarme a uno de mis
gatitos, al Milo. Los dos peluditos, los dos naranjos (o casi naranjos).
Regresé a mi casa
contenta, subiendo los videos del cumpleaños de la Palomis y una foto que me
tomó con el Bonnot a Instagram. Me bajé de la micro, venía viendo el video del “cumpleaños
feliz” cuando llegué a la entrada de mi casa y vi a un gatito tirado en la
entrada. Lo siguiente ocurrió en segundos: me acerqué, era igual a uno de los
míos, pero no podía ser, pero era igual, y estaba frente a mi casa. Se me
aceleró el corazón, se me llenaron los ojos de lágrimas. Esto nos había pasado
una vez, cuando yo era chica, habría tenido unos 7 años. Habíamos llegado con
mi mamá a la casa y nos habíamos encontrado con un gatito igual a uno de los
nuestros muerto, pero había sido una falsa alarma, el nuestro estaba vivo en el departamento.
Cuando entré
corriendo a mi casa gritándole a mi mamá que dónde estaba el Milo, que lo
habían atropellado, lo hice con la esperanza de que esta vez fuese a ser como
la anterior. Que fuese un gatito igual al Milo pero que el Milo saliera de
alguna parte y nos dedicara ese maullido dulce que tenía. Pero el Milo no
estaba en ninguna parte, y el que estaba frente al portón de nuestra casa,
rodeado de un violento charco de sangre era el Milo, nuestro Milo.