En un movimiento que tardó menos de un segundo Clara
contrajo su existencia y la mano desconocida se retiró. En un acto
inconsciente, al voltear su cuerpo se encontró con un oficinista de unos cuarenta
y siete años. Con una mano se afirmaba de la barra justo por encima de la
cabeza de Clara y la otra la llevaba guardada en el bolsillo del pantalón gris.
La mano agresora. Su mirada era la de todas las personas que suben al
transporte público a las cinco de la tarde un día viernes con treinta y cinco
grados de temperatura. Un semblante entre agotado, indiferente e incómodo.
Llevaba un bolso colgado al hombro izquierdo y el cabello castaño claro echado
hacia uno de los lados. Se notaba que hace unos instantes se había peinado con
la mano porque todavía podía observarse la huella grasosa de sus dedos.
Clara sufría de esto con frecuencia, pero solía ser bastante
condescendiente para no caer en juicios erróneos. Considerando lo anterior, se
había volteado nuevamente hacia la ventana, con las piernas bien juntas,
dispuesta a proseguir su camino a casa sin novedades.
A la micro le tocó tomar una serie de curvas cerradas y los
pasajeros, acostumbrados, se afirmaron con indiferente fuerza a sus respectivos
pasamanos. Entre ellos, Clara, quién esta vez sentía que algo se removía en la
parte posterior de su falda, mientras la tela del pantalón gris le rozaba
nuevamente los muslos.
Repentinamente la puerta trasera de la micro se abrió, Clara
sintió el perfume del desconocido al costado de su rostro y percibió un casi
inaudible “te rompería el hoyo a pichulazos pendeja rica” para después oír las
puertas cerrarse a su espalda. La mano agresora se había bajado, pero antes de
hacerlo también había bajado por la espalda de Clara y había enterrado las uñas
en una de sus nalgas.
Clara miró por la ventana trasera de la micro y observó al
oficinista caminar con tranquilidad por la vereda, con el mismo alivio de toda
persona que baja del transporte público a las cinco diez de la tarde un día
viernes con treinta y cinco grados de temperatura.
En la distancia entre aquella parada y la siguiente, Clara
imaginó la vida del oficinista. Volvía a casa después de ocho horas de trabajo
encerrado en un edificio con deficiente aire acondicionado. Llegaría,
preguntaría qué hay de comer a la esposa que obligaría a hacer el amor cuando
asumiese que todos estaban durmiendo en casa. Contemplaría la fisionomía
desarrollada de su hija, tan similar a la que tenía su esposa cuando la desnudó
por primera vez, y cuestionaría su andar, sus parejas, sus quehaceres, su
vestimenta, su expresión, su existencia. El miércoles se encontraría con su
amante, una jovencita de la misma edad de su hija, un par de años menor que
Clara, y satisfaría todo lo que su esposa ya no podía satisfacer porque aquél
no era el hombre con el que se había casado hace veinte años. Después tomaría
la micro de regreso a casa, y depositaría la miseria de su existencia en el
manoseo de la entrepierna de una jovencita, pocos años mayor o pocos años menor
que su hija, como Clara.
Bajó de la micro en la parada siguiente y corrió las dos
cuadras que la separaban de la parada anterior. La brisa de las cinco quince de
la tarde enfrío el sudor que cubría su cuerpo y a dos cuadras hacia el interior
de la calle en que había bajado, lo vio. Caminaba lentamente, fumaba un
cigarrillo, balanceaba el bolso que llevaba colgado del hombro izquierdo.
Estrictamente hablando, la biología afirma que las mujeres poseen
menos masa muscular que los hombres, mayor porcentaje de grasa corporal, sin
embargo una expectativa de vida más alta. Los paradigmas sociales de occidente
consideran que es el hombre el que debe encargarse de las labores tanto física
como mentalmente demandantes, mientras que la mujer debe restringirse a tareas
suaves que no aparenten interferir en el óptimo funcionamiento de su sistema
reproductivo. Sin embargo, por esbeltas piernas, por estrechas cinturas, por
delgados cuellos, por delicados cabellos, tanto mujeres como hombres pueden
cargar alrededor de un 45% de su peso corporal. Es decir, una mujer como Clara
podía cargar hasta un objeto de treinta kilos sin problemas.
La roca que halló en el piso era muchísimo más liviana, pero
lo suficientemente pesada para destrozarle la mandíbula a una persona de ser
lanzada a una velocidad media. La mano agresora intentó defenderse, pero esta
vez no pudo ser tan rápida como cuando violentó la integridad física de Clara.
Ya en el suelo, contempló los ojos desorbitados del oficinista, el cuello de la
camisa manchado de sangre, la piedra con restos de diente, encía, carne, completamente
sorda a los gritos de dolor.
En medio de la soledad de la calle, la tibia brisa de las
cinco veinte de la tarde y la sombra de los árboles, Clara se levantó la falda,
se quitó los calzones y los insertó en la que antaño había sido la boca del sujeto.
“¿Esto es lo que querías, verdad, esto es lo que te calienta en tu miserable
vida, hijo de puta?” le susurró al oído. Todavía consciente, en un vano intento
de defenderse, él intento asirle una de las piernas, pero ella le pisó las
manos. Las manos agresoras. Exaltada, fascinada, experimentado un poder del que
nunca se había sentido dueña, Clara insertó uno de sus finos, níveos, suaves
dedos en el orificio por el que estaba socialmente idealizada para traer vida y
retirándolo rojo, le escribió en la frente: agresor.
Después volvió a casa, sin novedades.
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