Anoche, mientras apoyaba las manos contra el borde de la estufa para hacerlas entrar en calor, posé distraídamente la mirada en las cutículas de mis uñas cuando noté diminutos restos de esmalte rojo que la acetona no había podido eliminar. Además de lo cotidiano de la acción, había algo familiar en el sentimiento que me traían esas máculas de pintura. Fue entonces cuando recordé un instante perdido en el que esas diminutas e insignificantes partículas habían sido importantes.
Había sido en el año 2010, durante los amargos
días que estuve en el hospital después de que me extirparan uno de los órganos
más anónimos del cuerpo humano: el bazo, el trabajador más laborioso durante
los resfriados y, en mi caso, el hogar de un gigantesco quiste que podría haber
estallado en cualquier momento, matándome. La operación fue larga, duró tres
horas, pero el post-operatorio fue todavía más largo y todavía más doloroso. Estando
en el hospital, mi perspectiva del dolor cambió totalmente.
Recuerdo la sala de
cuidados intensivos, cómo las lágrima se me escapaban por los ojos, y
continuamente tenía la sensación de estar ahogándome.
- Del uno al diez
¿cuánto le duele? - preguntaba una enfermera.
- Siete, siete, siete -
gritaba, mientras todos a mi alrededor respondían adormilados "dos",
"uno", "no me duele nada".
Sabía que la señorita me
estaba administrando morfina. Traía una jeringa que insertaba en una especie de
grifo que tenía instalado en el brazo, y por allí sentía que algo me entraba al torrente sanguíneo.
- ¿Y ahora?
- Siete, siete, OCHO.
No había caso. Todo me
dolía tanto y me sentía tan vulnerable, que a la única que quería era a mi
mamá. Por algún motivo, quizá inherente, alojado en lo más hondo de nuestra
irracionalidad, uno siempre sospecha que las mamás pueden solucionarlo todo. Aplacar
el dolor, sacarte de apuros, salvarte de la muerte. Solo cuando dejaron entrar a mi mamá, aunque
fuera por unos pocos minutos, fue que pude calmarme un poco. Pude explicarle
todo lo que me dolía, y ella pudo darme explicaciones. No importaba si eran
ciertas o no, en aquél instante eran suficientes para tranquilizarme.
El primer día después de
la operación fue un juego de niños en comparación al segundo. Aquél día quise
rendirme. El dolor se había agudizado tanto y se esparcía por tantos lugares,
que no había ángulo en el que pudiese acomodarme para que no me doliera hasta
el alma. Recuerdo que el cirujano no tenía piedad, decía que no podía ser para
tanto y que me tranquilizara. Que no era apropiado administrarme nada más. Fue ese
día, en el que le dije a mi mamá que me quería morir. Y lo dije tan del alma,
tan sinceramente, que todos los presentes se sobrecogieron un poco. Después de
ver la expresión desolada de mi mamá, le dije que no quería morirme realmente
pero que todo me dolía demasiado, y que lo único que quería era irme de ese
lugar y mejorarme. En el box adyacente al mío, una señora con cáncer se estaba
muriendo de verdad.
Aquella noche, poco
antes de que un doctor cubano viniera a revisarme y que sus palabras amables, su
gracioso acento y su traje verde parecieran alucinaciones de la fiebre,
recuerdo que me miré las uñas. Allí estaban, esas mismas máculas, impurezas,
suciedades, recuerdos de un esmalte rojo que había aplicado en otra vida, y que
en ésta me habían hecho remover por motivos higiénicos. Recuerdo que las miré
con detención. Siempre me había molestado no poder remover el esmalte del todo
cuando quería hacerlo, pero en aquél instante agradecí mi desprolijidad. Contemplar
esos insignificantes restos se sentía como abrir una ventana al mundo real,
vivo, añorado. Entonces me percaté que si había tenido un pasado apacible, no
habían motivos por los que no existiera un futuro del mismo modo en el que
volviese a pintarme las uñas con despreocupación. Un futuro en el que el órgano
que había estado a punto de estallar en mi interior no fuera más que una
curiosidad con la que romper el hielo al inicio de las conversaciones.
- Ya vas a ver, en un
par de días más, este preciso instante no será más que una anécdota - me dije
intentando darme ánimos, segundos antes de que el doctor cubano hiciera su
aparición en escena.
A la mañana siguiente
llegó mi mamá con el diario y una señorita enfermera que preparaba desayunos
excepcionalmente apetitosos para ser comida de hospital. Me sentía mejor, notablemente
mejor ¿habría sido la pastillita que el misterioso doctor prescribió que
colocara bajo mi lengua? ¿o el positivismo auto-impuesto la noche anterior? Sea
como fuere, el pancito con quesillo y mermelada sabía delicioso, y el crucigrama
en compañía de mi mamá resultaba particularmente entretenido. Todavía me
quedarían hartos días más en el hospital, pero lo peor ya había pasado. Como
diría una tía que poco rato después me visitaría:
- Ahora no te queda más
que mejorar Catita, además, entre más tiempo pasa, menos te queda para salir de
aquí.
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