Crecí rodeada de mamushkas, relojes cucú y vajilla con
florcitas. Cantaba canciones en polaco con mi abuela que hablaban de personajes
y acciones que ya no se realizaban en el presente de aquél entonces. Aprendí a
leer con los libros infantiles de mi mamá, los que retrataban a los clásicos de
la literatura como muñequitos de fieltro ligeramente tenebrosos: Caperucita
Roja, Pulgarcita (el más aterrador de todos), El Patito Feo.
Mis primeras obras literarias estaban todas influenciadas
por El Jardín Secreto. Todos mis cuentos se contextualizaban en campos
extensos, casas gigantescas y aisladas, en las que niñas solitarias se
entretenían curioseando por los cientos de habitaciones de las mansiones,
gozando de la inexistencia de familiares, pero a la constante alerta de la ama
de llaves, quién era la única figura de autoridad en todas las historias.
Crecí con imágenes mentales de niñas con vestidos
voluminosos, cabellos trenzados, camisones de dormir, camas con armazones de
metal y crucifijos en la cabecera, cocinas a leña, chimeneas, alfombras,
candelabros, tinas con patas de león.
Ninguno de los conceptos que he mencionado hasta ahora
existió realmente ¿se dan cuenta? Era una niña normal, creciendo en el Chile de
los 90, pero que vivía en la deliciosa imaginación del pasado, la nostalgia, imágenes
de tiempos que ya no volverán, y que además estaban contextualizados en lugares
lejanos que hasta el día de hoy no conozco: Inglaterra, Alemania, Polonia,
Norteamérica, Rusia.
Crecí para transformarme en una adulta nostálgica. Fanática de
todo lo que me regrese a la fantasía en la que crecí y que me haga escapar de
la violencia, la velocidad, la brutalidad y la dificultad del presente. La
literatura, el cine, la música, el arte. Todo lo que no existe realmente más
que dentro de nosotros.
Hoy se cumplen 50 años desde que se estrenó La Novicia
Rebelde ¿y qué? Pasa que toda esta reflexión surgió de mi intento por resolver
por qué me gusta tanto una película que – superficialmente - no tiene nada que
ver conmigo ni mi contexto, y ahora lo entiendo.
De niña, La Novicia Rebelde fue un aliño más a mi naturaleza
nostálgica. Tal y como lo fue El Jardín Secreto, Glenn Miller, las mamushkas y
Mary Poppins (nuevamente, con la grandísima Julie Andrews). Sin embargo, hoy,
es una película que en los pocos minutos que dura una pieza cinematográfica logra
sintetizar gran parte de los componentes nostálgicos de mi infancia, y que mencioné anteriormente. Hoy la
miro (o la escucho, considerando que también es un maravilloso musical) y
visualizo gran parte de la estética que compuso mi niñez.
Hoy veo y canto La Novicia Rebelde, y lo recuerdo todo, y el
corazón nostálgico se me emociona y me dan ganas de llorar porque añoro
demasiados tiempos maravillosos a los que nunca voy a poder regresar. Por un
lado, la infancia, por otro, todos los componentes nostálgicos que he venerado
a lo largo de mi vida y que realmente nunca viví: los tiempos de Pulgarcita,
los tiempos de Cumbres Borrascosas, los tiempos de Los Beatles, los tiempos de
El Gran Gatsby, los tiempos de mi abuela, de mis bisabuelos, de los personajes
ficticios con los que crecí.
Lo anterior pareciera triste, pero la nostalgia – además de
muchos otros - tiene un sabor dulce, quizá ligeramente masoquista, y para una
persona que ha pasado 21 años viviendo en su imaginación, tener tantos lugares
mentales en los que vivir es también maravilloso y reconfortante. Hoy, no
teniendo ya más que reflexionar (por la noche), celebro los 50 años desde el
estreno de mi película favorita de la vida. Ni siquiera por su importancia
cinematográfica o musical, sino que meramente emocional. Y le mando un abrazo
gigantesco a Julie Andrews, a quién guardo en mi corazón con más cariño que a
muchos familiares por ser parte en mi alegre y nostálgico crecimiento con su
formidable actuación y voz.
Celebremos y bailemos y cantemos con una de las mejores
canciones y escenas de la película:
Y de bonus track de la noche, uno de los grandes éxitos de
Mary Poppins:
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