El día de de la
muerte de Clara fue raro. Más raro todavía de lo que podría ser comúnmente un
día en el que una persona muere.
Recuerdo que era
feriado, parte de la larga serie de días feriados durante las celebraciones
patrias. Era una mañana radiante, alrededor de las 10. La noche anterior había
garuado, por lo que el cielo se había limpiado parcialmente y estaba precioso,
decorado justamente con nubes esponjosas. El sol me llegaba a la frente
mientras leía, cuando Maite irrumpió en nuestra casa gritando. Todos en casa
éramos personas quizá excesivamente calmas, por lo que gritar a todo pulmón en
esta circunstancia era completamente pertinente para alarmarnos lo que
ameritaba la situación.
- AYUDA, AYUDA,
LA CLARA, LA CLARAAA - gritaba.
Maite era nuestra
vecina, pero también mi tía y hermana de mi papá. La Clarita, por ende, era mi
prima hermana, y aunque no correspondía, siempre la contemplé con el fervor con
el que se contemplaría a una Diosa. Siempre me gustó.
Clara era bonita,
pero no de esas bonitas que todos considerarían como tal. Era muy alta, quizá
demasiado alta para lo que le convenía, y ligeramente robusta. No era gorda, en
absoluto, pero no era lo esbelta que eran todas las mujeres de su edad. Para
mí, era perfecta. Como las pinturas y las esculturas de Venus. Curvilínea, de
cabello anaranjado, ojos oscuros y tez pecosa, adorable.
Eso sí, no tenía
buen carácter. Era inteligentísima, la más inteligente; pero se enojaba con
facilidad y no tenía demasiada tolerancia ni a las equivocaciones propias, ni a
las ajenas. Siempre esperaba que todos nos comportáramos como los mismos Dioses
con los que ella estaba acostumbrada a codearse en el Olimpo.
Para ser cercano
a Clara había que ser alguien. Destacado, intelectual, y si no se tenía ninguna
de estas dos cualidades, se subían un par de escalones hacia su trono siendo
bello. Yo no tenía ninguna de estas características. Tanto mi aspecto físico
como intelectual eran genéticamente mediocres. Siempre le puse mucho empeño a
todo, pero las exigencias de la sociedad occidental y moderna eran demasiadas
para mí y nunca pude alcanzarlas lo suficiente para destacarme. A mí me gustaba
soñar, dibujar, leer, y coleccionar piedrecitas que fuesen geométricamente
perfectas. Pero todo esto resultaba demasiado vacuo para Clara, insignificante.
Además, no es que haya podido conocerme mucho. Aunque éramos vecinos y tomábamos
once juntos casi todos los días en la casa de mi tía Maite, pocas veces me
atreví a hablarle y ella pocas veces me dirigió la palabra. Nuestra
comunicación se reducía a pedirnos mutua y educadamente, la mantequilla y la
sal.
Recuerdo que me
demoré bastante en reaccionar. Maite gritaba desesperadamente, pero yo me tomé
mi tiempo para colocar el marcador entre las páginas y dejar el libro sobre el
velador antes de salir de la cama.
- Dios mío, qué
pasa - decía mamá, arrastrando apresuradamente las pantuflas hacia la entrada
de la casa.
- LA CLARA, LA
CLARA DANIELITA, SE ME CAYÓ EN LA DUCHA Y NO RESPONDE.
Ante las palabras
"no responde" fue que realmente caí en la gravedad del asunto.
Tuvimos que
sacarla entre los cuatro de la ducha, agarrando cada uno, uno de sus miembros
todavía húmedos y ligeramente jabonosos. Fue una situación extraña y algo
incómoda. Maite había corrido tan apresuradamente a nuestra casa que no había
habido tiempo de cubrir a Clara con nada, por lo que por primera vez la vi
desnuda. Había repetido este instante tantas veces en mi mente. Pero en mis
sueños Clara era perfecta, como la Diosa que siempre fue para mí. De piel
tersa, perfecta, simétrica, con un aroma dulce cada vez que hundía mi rostro en
su estómago ficticio. Sin embargo, mientras la sacábamos de la ducha y la
colocábamos en el suelo para que papá intentara reanimarla mientras mamá
llamaba a una ambulancia, no podía dejar de pensar que Clara habría considerado
indigna aquella forma de morir: desnuda, vulnerable, revelando todas las
imperfecciones que minuciosamente ocultó mientras estaba vestida, y viva. Por
lo mismo, me resultó imposible contemplarla con lujuria. Sentía que cada mirada
curiosa era un insulto a su voluntad, a su privacidad, a su intimidad. Tenía
los pechos caídos, uno más grande que el otro, estrías, el estómago ligeramente
abultado, un pubis poco frondoso, una cicatriz larga bajo el pecho izquierdo y
varias cicatrices pequeñas al interior del muslo derecho. Jamás me atreví a
preguntar por las cicatrices.
Su desnudez, más
que endiosarla aun más, parecía bajarla al mismo plano del resto de las mujeres
humanas. Y por ende, por primera vez, estaba a un nivel en el que yo, un vulgar
mortal, podía tomarle cariño. Antes, su condición de Diosa la ponía tan lejos
de mi alcance que jamás llegue siquiera a osar sentir amor por ella. Lo que sentía
por Clara era un fanatismo que intentaba disfrazarse de amor platónico, un
fanatismo que producía cartas que jamás le entregué, un fanatismo que la
transformaba en la protagonista de todos mis sueños. Y su imagen me imponía
tanto respeto que jamás había siquiera intentado imaginarla en un contexto
cotidiano, mortal, vulgar; ella era demasiado para eso. En aquél instante, sin
embargo, contemplando su cuerpo todavía tibio, pude imaginarme queriéndola. Abrazándola,
acariciando sus imperfecciones, tocando sus labios, riendo juntos, haciéndola
feliz.
Pero ya era
demasiado tarde.
Mientras la
hundían en la tierra, vestida y maquillada elegantemente, nuevamente endiosada,
me despedí de ella agitando suavemente la mano. Por fortuna, nadie lo notó, se
habría visto un poco extraño en un muchacho de 20 años. Pero necesitaba decirle
adiós con aquél gesto cotidiano, torpe, infantil. Como símbolo del vínculo
minúsculo que alcancé a generar con aquella joven mientras se le escapaba la
vida sobre las baldosas del baño de su casa. La Clarita, mi prima.
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