K. era una buena persona pero le costaba mucho hacer amistades. Era amable,
tranquila, alegre, siempre estaba dispuesta a ayudar a quién la necesitase y a
defender a quién fuese juzgado injustamente. Sin embargo, no era la falta de
virtudes lo que dificultaba su sociabilización, sino lo mucho que le costaba
disfrutar de lo que por convención disfrutaban todas las personas de su edad.
"Comencemos en la playa, terminemos en la cama. Trae la toalla porque
te vas a mojar" rezaba la canción al son de la cual todos conversaban y
brindaban, ignorándola completamente. El vaso de plástico lleno de cerveza
fría. En 20 minutos, el cenicero repleto de colillas de cigarro. El piso
pegajoso, las voces estruendosas, y por sobre la capa de humo, las estrellas,
confundidas entre unas nubes que no eran propias del cielo.
K. estaba rodeada de buenas
personas, la habían invitado con entusiasmo y no había gastado ni medio
centavo: la cerveza había sido regalo de M. y el único cigarrillo que fumó en
esas tres horas, había sido obsequio de A. La conversación era animada y
alegre. Muchas risas, golpecitos en la espalda, idas al baño y referencias a lo
frío del clima. La situación era casi perfecta ¿por qué no lo estaba
disfrutando? La cerveza era amarga, el humo (tanto de su propio cigarro como el
de otros) la ahogaba, la perturbadora música le hacía imposible oír lo que sus
compañeros de mesa decían. Entonces, para participar del comportamiento ritual
de sus coetáneos de embriagarse, prefería hacerlo en el silencio de la
observadora. Muchas veces le preguntaban qué le pasaba, si buscaba algo, si tenía
algo que convidar. Pero no, entonces se limitaba a sonreír para dar a entender
que realmente lo estaba pasando muy bien, soltar una breve carcajada y
proseguir observando.
La joven embriagada, el sobrio
silencioso, el rudo ablandado, el tímido extrovertido. Cerveza negra, dorada,
quinientos pesos más cara, quinientos más barata.
Durante esas tres horas, cuando
el sonido de la música era tal que ya sencillamente se hallaba completamente
sorda a la conversación de la mesa, alzaba el rostro al cielo e intentaba
contemplar las estrellas en aquél firmamento que no debería tener nubes. Si mal
no recordaba de las clases de astronomía, el hermoso cúmulo de estrellas que
tenían sobre la cabeza debía ser "El Joyero". Baja la mirada, un
trago de cerveza, amarga, arruga el rostro intentando pasar lo más
desapercibida posible y arriba la mirada otra vez, en las estrellas, el único
lugar que puede sacarla de allí.
- ¿Todo en orden K? ¿lo estás
pasando bien? - le preguntaban. Eran buenas personas, se preocupaban todo lo
que podían.
- Sí, sí - respondía ella con
absoluta seguridad. No le gustaba decepcionarlos. Aunque en el fondo no le
gustaba parecer que tenía un comportamiento anormal.
- ¿Qué miras tanto? - preguntaba A.
- Las estrellas, mira ¿ves ese
grupito allá arriba? - preguntaba.
- Sí, sí - respondía A.
- Se llama cúmulo El Joyero.
- ¿En serio? - decía él, todo lo
interesado que podía estar - qué entretenido - y volvía a sus quehaceres. El
trago de cerveza, la palmeada en la espalda, la risa y la calada al cigarro.
Le habría gustado decirlo en voz
alta. Contar cómo nacían los planetas. Explicar la maravillosa relación entre
temperatura, antigüedad y color de las estrellas. El fenómeno de los agujeros
negros. O sencillamente hacer una breve mención a la cruz del sur. Pero sabía
que no sería factible decirlo y salir invicta en aquel contexto. No se reirían,
eran muy buenas personas, pero la contemplarían con atención y posteriormente
no podrían hacer más que mirarse entre ellos y sonreír con vergüenza ajena.
Pobre K, tan pava.
Nadie podía decir que no se
esforzaba, se esforzaba todo lo que podía. A ratos, la única motivación era esa
convención social que establecía cómo una persona de su edad se debería sentir
y comportar, entonces detestaba a la sociedad porque en el fondo no era parte
de ella, pero estaba obligada a vivir dentro de ella. Sin embargo, a otros
ratos, la motivación era la propia tristeza de no tener muchos amigos, la cual
nacía de esa otra convención social de que uno debe tenerlos y la forma de
hacerlos es aquella.
- ¿Más cervecita K? - preguntaba J. con la
sonrisa más amigable que podría haber hallado a 3 kilómetros a la redonda.
Una mirada al joyero en búsqueda
de una escapatoria, pero las estrellas la contemplaban con indiferencia. Abajo
la mirada y allí estaba J. otra vez con la botella en una mano, un cigarro en
la otra y una sonrisa que intentaba lucir convincente, ancha, acogedora,
sincera. No podía decepcionarla.
- Bueno, pero un poquito nomás.
La hija conflictiva de la
sociedad. Condenada a necesitar de ella y sufrir la incapacidad de seguir sus
reglas.
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