Anteayer me junté con mi abuelito. Lo veo poco porque
vive lejos, pero cada vez que nos juntamos se disfruta abundantemente.
Luce como el clásico estereotipo de abuelito: cabello
blanco, gafas grandes y redondas, ligeramente rechoncho y chaleco a rombos.
Además es científico, lo que potencia su aspecto de serio y sabio.
Ayer nos tomamos un par de cafés, nos comimos un sándwich,
caminamos y conversamos desde ciencia a literatura. Fue cuando le contaba
entusiasmadamente sobre mi pasión por Chuck Palahniuk que mi abuelito mencionó
a Truman Capote. Mi discurso se
detuvo, me sonaba, y aunque me avergonzaba un poco admitirlo, lo cierto es que jamás
había leído algo suyo en mi vida. Inquirí y mi abuelito me fue contando:
durante su estadía en Polonia había leído uno de sus libros; no podía recordar
cuál pero decía, agudizando particularmente su voz en los siguientes adjetivos,
que su forma de escribir (y describir) era sencillamente magniiifica, geniiial .
Notando mi interés por los asuntos sangrientos en mis
últimas selecciones literarias, me contó que una de sus obras más destacables
trataba sobre unos cabros que
asesinaban a toda una familia para hacerse los choros. Como él lo esperaba, de inmediato me cautivó y, notando mi vivo
interés, preguntó en voz enigmática al tiempo que alzaba las cejas “¿No habrá
alguna librería por aquí? Podríamos ir a ver si tienen algo de Capote”.
Fue así como me hice poseedora de “A sangre fría” (título
original: “In Cold Blood”). Mi
abuelito tenía la genuina esperanza de que lo fuesen a tener en inglés, como el
original, pero yo quedé igualmente contenta con la versión traducida. Eso sí,
el libro que tanto lo había conmovido en Polonia, no existía. Estaba agotado, y
con prácticamente nulas probabilidades de volver a estar a la venta.
Aunque le dije que no me costaba nada encargar “Other Voices, Other Rooms” (como después
nos enteraríamos que se titulaba) por internet, él se afanó en prometer que lo
encontraría para mí y me lo haría llegar.
Después de otro café y algo más de conversación, nos
despedimos. Lo vi bajar las escaleras del metro y me apenó un poco nuestra
nueva separación.
Echaría de menos la repetición de sus historias o sus
clásicos “¿Estas verduras están bien desinfectadas verdad?”, pero el ligero
peso del libro en mi bolso me recordó que la próxima vez que nos juntáramos ya
sabría qué comentarle.
Me gustó mucho este post, en especial el final. Mamá.
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